Fascismo Italiano


A la pregunta sobre qué organización social y política revela la libertad sustancial, Berdiaeff responde el Fascismo italiano[1], pues su manifestación espontánea de la voluntad de vivir surge de grupos sociales súbitamente agrupados y unidos[2]. En primer lugar, para Berdiaeff, el rasgo de <<manifestación espontánea>> nos pone sobre la pista de que consiste en una fuerza biológica, y no del derecho; en otras palabras, la <<manifestación>> se engarza en la vida misma, con lo cual se desentiende de cualesquiera fronteras jurídicas. [3] O, remontándonos hasta el origen, también podríamos formularlo según principios, así, detrás y durante la <<voluntad de vivir>>  lo que opera es el principio de fuerza, y no, para seguir con el símil del derecho, el principio de legitimidad.[4]

Parece pertinente destacar que en términos de la libertad sustancial, lo realmente relevante es que la actuación del hombre es dirigida, en palabras de Berdiaeff, por la substancia, y no como antes, que se había mantenido en la forma.

¿Por qué Berdiaeff se fija en la estructura social y política del fascismo italiano? Pero a esta pregunta, de alguna manera, ya se ha respondido. En el fascismo descubre la llamada comunión con la vida, esto es, una pintura de la vida humana en la que todas las personas despliegan su libertad desde su vitalidad particular hasta conformar, en el conjunto de la sociedad, el orden espiritual de un universo.


A vista de pájaro, se produce un tránsito del mundo-caos que había experimentado Europa y había culminado en la Gran Guerra, al repentino establecimiento de un orden espiritual de un universo que significa el fascismo italiano, y que es análogo al de  del medievo. Así es,  notemos que en el discurso a propósito de la manifestación de la forma predilecta de la libertad substancial, si Berdiaeff  pone su mirada en el fascismo italiano es con la estrategia prefigurada de mostrar la analogía a la que se ofrece con los ciertos elementos de la Edad Media.


A todo esto y para ser justos con Berdiaeff, sería una grave falta deducir que con este pasaje lo que hace, de algún modo, es una justificación a ultranza del fascismo italiano; de admitirlo, puede objetarse algunas inconsistencias fundamentales. Pero sólo daremos dos breves razones por las que Berdiaeff no asume con el pasaje el fascsimo en un sentido histórico. La primera es que su recorrido por el fascismo italiano se circunscribe en las propiedades de la estructura social y política consuetudinarias a la libertad sustancial, y que le permiten, a su vez, realizar una analogía con las propiedades pertenecientes a la Edad Media. Por otra parte, el mismo Berdiaeff condena  reiteradamente las atrocidades cometidas al hombre durante la Gran Guerra, con lo cual parece del todo absurdo entenderlo en este punto como si fuera un partidario más del fascismo histórico.


Para aclarar esto último, si tenemos en cuenta que su libro en cuestión fue publicado el año 1924 y Mussolini subió al poder el 30 de octubre de  
1922, nos convence por completo de nuestra conclusión. Pues en ésta etapa, aún ignorando el seguimiento ya pormenorizado o ya general que hiciera le mismo Berdiaeff, no tuvo aún así ningún conflicto relevante. En estos años la Italia de posguerra presenta un cuadro social exaltado, de afirmación vital, bajo la meta común de recobrar el vigor perdido a través de su apoyo a una serie de proyectos  industriales, agrarios y políticos que, a la postre,  habían de devolverles a su espíritu su dignidad original. A mi parecer, es en este sentido que reluce la expresión<<manifestación espontánea de la voluntad de vivir>>, y es en ella en la que debemos enmarcarla.







Liszt, Franz

[1] P.89
[2] P.89
[3] P.89
[4] P,89

3:35

Si aún tenía algún sentido hablar de ello era por la cercanía de lo ocurrido. Recuerdo la puerta al fondo del pasillo, blanca, ancha, con la luz amarilla que se escurría por debajo de ella. Pero la puerta parecía un rocío de lágrimas, tristes y fúnebres  cayendo hacia abajo sin parar, como una cascada. Dentro había una persona que con sólo presentármela en la imaginación ya me hacía estremecer de angustia. Tenía una edad avanzada, discurría por este mundo como cualquier otro, insensible al tiempo, centrándose en lo cotidiano,  exacerbándose por una nimiedad u otra. Muy usual ante un espectador común, la aparición de ese rostro arrancado de la expresión de amor, que tiempo atrás mostró, pero del que ya no queda rastro.

Andaba arrastrando los pies, se movía con flema, era algo esperpéntico. Sin embargo, ya tenía su avanzada edad para permitirse eso lujos de la debilidad. Otros, aún sin haber abierto la última flor, parece que ya están languideciendo, como por el acto de su propia voluntad, que ha decidido omitir su breve existencia en el tiempo, prefiriendo, por contra, reservarse la experiencia para acudir directamente a la muerte.

La idea del suicidio siempre había rondado en su cabeza. Pero sólo la comprendió el día que sentado en la mesa, fue preso de una agitación, confundida en la angustia, y que al fin, al dar casualmente con el ojo en el cuchillo, le asombraba o, mejor, asaltaba la cruda imagen de su frío metal cortando la tierna carne del cuello.

A partir de ese día, se prometió a sí mismo esquivar por todos los medios del engaño y el despiste la sobrecogedora imagen de su propia muerte. Sin embargo, hoy, con la imagen de la puerta cubierta en lágrimas, la persona detrás de esa puerta blanca, de trazo viejo, aspecto marchito, actitud indolente y arrastrada por la inercia de los años, no le arremetía de otro modo sino como otra imagen de la categoría de la su suicidio, ésta, aunque igualmente atroz, significaba un absurdo absoluto.

Así, y sin más,  cayó en la repentina conclusión del absurdo. Que le llevó aún más allá, también le significó que no tenía nada que lo sostuviera debajo de sus pies. El hecho de mantenerse en vida, la propia expresión personal de: decidir desplegar una hoja más o retrotraerla al capullo; éso, sin duda, era algo, un momento de  vacío que le entraba por la espalda y le salía por delante del estómago. Eso, sin dura, centraba su atención. Ya no podía dejarse ir con arreglo a algún otro, debía sostenerse a sí mismo en todo momento.

Pero esto, aparentemente tan pueril, de tintes escolares y de música de tonos graves, no es nada; lo importante del conjunto, lo que, a la poste, es aquello que se sigue sin saberlo, es la imagen objetiva de la puerta blanca al fondo del pasillo, tan triste, tan arrebatadora, que lo oculta todo en una impresión. La impresión del que mira a lo lejos, y se dice a sí mismo, por un momento, sólo por momento, que debería darse el imperativo de irrumpir a través de esa puerta corrida en lágrimas, entrar, y devolver la vida a aquél descarnado sujeto. Y así, de improviso,  y sólo quizá, el mismo gesto serviría para que me dé brío en un hoja, o, por el contrario, me condene a replegarme en la muerte del capullo. Pero eso es lo de menos, lo autenticamente merecedor, aquello realmente creativo que ilumina el cenagal  y culmina la escena es, ni más ni menos, el preciso instante en el que todo puede cambiar, en el que un pasillo de escasos metros separa al que mira  de la puerta blanca, su imagen dándose muerte con el frío cuchillo del solitario absurdo de ella.

 Es la convulsión que anuncia que todo puede ir hacia un lado o hacia otro, hasta el punto que todo vuelva a empezar, como en otra vida, vida nueva,  rejuveneciendo a los que palidecen y matando a los que florecen, o comoquiera que sea,  pero al fin considerando que la estación primaveral sucede a la invernal, que siempre vuelven, puntuales, a cambiar las cosas, y que, del mismo modo, aún se está a tiempo de dar respuesta a la impresión de la puerta blanca precedida de la imagen de suicidio, cuando ella vuelva, puntual, en el tiempo casual, a presentarnos a ella y a mi en la distancia. ¿Y qué haremos?   irrumpir a través de la puerta blanca, aunque, quizá, por entonces, a ella ya se la haya tragado un absurdo insalvable, o yo esté muerto. Pero lo mismo da, en cualquier caso, hay algo que siempre sobresale, y es, de nuevo, el sublime momento en el que que uno está en un extremo del pasillo y el otro en el extremo opuesto, dentro de su habitación de puerta blanca, y entonces, empiezas a pensar en su imagen, luego en tu imagen, más tarde en la de los dos, y se desvanece el habla