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Si aún tenía algún sentido hablar de ello era por la cercanía de lo ocurrido. Recuerdo la puerta al fondo del pasillo, blanca, ancha, con la luz amarilla que se escurría por debajo de ella. Pero la puerta parecía un rocío de lágrimas, tristes y fúnebres  cayendo hacia abajo sin parar, como una cascada. Dentro había una persona que con sólo presentármela en la imaginación ya me hacía estremecer de angustia. Tenía una edad avanzada, discurría por este mundo como cualquier otro, insensible al tiempo, centrándose en lo cotidiano,  exacerbándose por una nimiedad u otra. Muy usual ante un espectador común, la aparición de ese rostro arrancado de la expresión de amor, que tiempo atrás mostró, pero del que ya no queda rastro.

Andaba arrastrando los pies, se movía con flema, era algo esperpéntico. Sin embargo, ya tenía su avanzada edad para permitirse eso lujos de la debilidad. Otros, aún sin haber abierto la última flor, parece que ya están languideciendo, como por el acto de su propia voluntad, que ha decidido omitir su breve existencia en el tiempo, prefiriendo, por contra, reservarse la experiencia para acudir directamente a la muerte.

La idea del suicidio siempre había rondado en su cabeza. Pero sólo la comprendió el día que sentado en la mesa, fue preso de una agitación, confundida en la angustia, y que al fin, al dar casualmente con el ojo en el cuchillo, le asombraba o, mejor, asaltaba la cruda imagen de su frío metal cortando la tierna carne del cuello.

A partir de ese día, se prometió a sí mismo esquivar por todos los medios del engaño y el despiste la sobrecogedora imagen de su propia muerte. Sin embargo, hoy, con la imagen de la puerta cubierta en lágrimas, la persona detrás de esa puerta blanca, de trazo viejo, aspecto marchito, actitud indolente y arrastrada por la inercia de los años, no le arremetía de otro modo sino como otra imagen de la categoría de la su suicidio, ésta, aunque igualmente atroz, significaba un absurdo absoluto.

Así, y sin más,  cayó en la repentina conclusión del absurdo. Que le llevó aún más allá, también le significó que no tenía nada que lo sostuviera debajo de sus pies. El hecho de mantenerse en vida, la propia expresión personal de: decidir desplegar una hoja más o retrotraerla al capullo; éso, sin duda, era algo, un momento de  vacío que le entraba por la espalda y le salía por delante del estómago. Eso, sin dura, centraba su atención. Ya no podía dejarse ir con arreglo a algún otro, debía sostenerse a sí mismo en todo momento.

Pero esto, aparentemente tan pueril, de tintes escolares y de música de tonos graves, no es nada; lo importante del conjunto, lo que, a la poste, es aquello que se sigue sin saberlo, es la imagen objetiva de la puerta blanca al fondo del pasillo, tan triste, tan arrebatadora, que lo oculta todo en una impresión. La impresión del que mira a lo lejos, y se dice a sí mismo, por un momento, sólo por momento, que debería darse el imperativo de irrumpir a través de esa puerta corrida en lágrimas, entrar, y devolver la vida a aquél descarnado sujeto. Y así, de improviso,  y sólo quizá, el mismo gesto serviría para que me dé brío en un hoja, o, por el contrario, me condene a replegarme en la muerte del capullo. Pero eso es lo de menos, lo autenticamente merecedor, aquello realmente creativo que ilumina el cenagal  y culmina la escena es, ni más ni menos, el preciso instante en el que todo puede cambiar, en el que un pasillo de escasos metros separa al que mira  de la puerta blanca, su imagen dándose muerte con el frío cuchillo del solitario absurdo de ella.

 Es la convulsión que anuncia que todo puede ir hacia un lado o hacia otro, hasta el punto que todo vuelva a empezar, como en otra vida, vida nueva,  rejuveneciendo a los que palidecen y matando a los que florecen, o comoquiera que sea,  pero al fin considerando que la estación primaveral sucede a la invernal, que siempre vuelven, puntuales, a cambiar las cosas, y que, del mismo modo, aún se está a tiempo de dar respuesta a la impresión de la puerta blanca precedida de la imagen de suicidio, cuando ella vuelva, puntual, en el tiempo casual, a presentarnos a ella y a mi en la distancia. ¿Y qué haremos?   irrumpir a través de la puerta blanca, aunque, quizá, por entonces, a ella ya se la haya tragado un absurdo insalvable, o yo esté muerto. Pero lo mismo da, en cualquier caso, hay algo que siempre sobresale, y es, de nuevo, el sublime momento en el que que uno está en un extremo del pasillo y el otro en el extremo opuesto, dentro de su habitación de puerta blanca, y entonces, empiezas a pensar en su imagen, luego en tu imagen, más tarde en la de los dos, y se desvanece el habla


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