La náusea sartreana

Son los secretarios, los empleados, los comerciantes, los que escuchan a los demás en el café; al acercarse a los cuarenta se sienten henchidos de una experiencia que no pueden verter fuera. Afortunadamente han tenido hijos y los obligan a consumirla. Quisieran hacernos creer que su pasado no está perdido, que sus recuerdos se han condensado y convertido delicadamente en Sabiduría. !Cómodo pasado! Pasado de bolsillo, librito dorado lleno debellas máximas. "Créame, le hablo por experiencia; todo lo que sé me lo ha enseñado la vida" ¿Se habrá encargado la Vida de pensar en ellos? Explican lo nuevo por lo viejo, y lo viejo lo han explicado por acontecimientos más vejos todavía, como esos historiadores que hacen de Lenin un Robespierre ruso, y de Robespiere un Cromwell francés; a fin de cuentas nunca han comprendido absolutamente nada..

Una china hermosa

Incomprensible. Como una china hermosa, una mirada sin ojos, un dibujo sin tinta, un puño sin dedos y una palabra sin sentido...Tal como tirar de un hilo obstinadamente y, de pronto, darte cuenta que no arrastrabas nada de nada. Sin embargo, pensabas que ese hilo te traería unos ojos para ver, la tinta para dibujar, una china hermosa que contemplar, unos dedos para ese puño y algo de sentido a tus palabras. Sigues tirando del hilo y ahora, percibes que puedes ver el hilo que arrastras, notas los dedos con los que lo ejecutas, sientes que las palabras expresadas tiene sentido y, quizá, si paras de tirar del hilo y te giras, verás una china hermosa a la que contemplar..

Cuatro palabras para un joven amigo que nunca pereció

La bruma se cierne sobre, por debajo y entre los transeúntes. Escurridiza se interpone entre los dientes de la boca y las falanges de los dedos, para abrazar a los hombres finitos y acongojados que doblan, bajan y remontan calles convencidos de quién son y adónde van. Frunciéndo las cejas, mis ojos se abren paso entre la cortina de niebla y atisban a un hombre decrépito de mirada errante que se incorpora de pie y empieza a andar ranqueante por la calle Mayor; como un náufrago acostumbrado a convivir en su soledad, no percibe las miradas injuriosas que le inciden los burgeses desde la palestra de su orgullo, desde su lejanía, lo observan como si no lo reconociesen como hombre. Otros ciudadanos menos adinerados, se cruzan ante él confiriéndole la mirada compasiva del hombre que se compadece de las desgracias que sabe acudirán un día a él. Sigue andando el vagabundo, ausente a lo que ocurre a su alrededor, prosigue su trayecto hacia la plaza Mayor. Intento realizar un breve esbozo acerca de su imagen: sus piernas temblequean síntoma de la contínua filtración de humedad a sus huesos en el transcurso de la noche; su rostro pálido con destellos amarillentos, quizá son las señales del asentamiento de alguna enfermedad; su barba rala; sus ojos azules proporcionan sensaciones ora de inocencia, ora de benevoléncia, ora de sosiego ante el advenimiento de una muerte que contempla con indiferencia. Mis ojos se concentran en determinar el motivo que permite a éste hombre dotarle de la fuerza suficiente para articular con sus pérfidas y frágiles piernas cada paso que da sin vacilar. De pronto, se queda parado unos momentos, el tiempo necesario para suspirar y poder recobraf el paseo. Ahora se propone subir las escaleras que conducen a la Iglesia. El reflejo de su esfuerzo se vislumbra en un rostro cada vez más invadido por un amarillo enfermizo. Sus pasos se tornan menos consistentes a medida que se aproxima al último escalón, pero su valor no vacila ni un momento en arrugar la piel, ordenar a los nervios una rigidez incondicional, substraer fuerza de su cuerpo inerte y con ello, levantar la pierna una y otra vez. Lo contemplo admirado por una proeza que no pertenece a aquellos que lo observaban anteriormente, ni tampoco al regocijo de un orgullo que pretende demostrarse su fortaleza, nada de eso; su forma de andar es tan pura que ni el dolor que acontece a todo su ser en cada paso le es excusa para retener su voluntad, así pues, impávido se dirige el viejo hacia el rellano de la Iglesia. Sólo responde a la lealtad de su propósito. No obstante, ¿ qué propósito es capaz de dotar a un hombre en tales condiciones corporales de un atrevimiento tal que, pueda levantarse exánime del suelo y empezar a andar renqueante hacia el rellano de la Iglesia? Lo desconozco. Avanzo con ligereza hasta situarme a unos pasos de él. Está tan absorto en sus pensamientos que no se ha percatado de mi presencia. Procuro no perturbar su diligencia y me desplazo a pies puntillas detrás de un árbol. El viejo harapiento se deja caer en el banco más cercano como si de una figura de plomo se tratara. Entonces empieza a exhalar aire interrumpidamnete con intervalos de tos y breves ahogamientos. Presiento un trágico final, el amarillo ya a conquistado por completo su tez y la asfixia domina su respiración. El vagabundo inclina dócilmente la testa hacia el cielo y exhala plácidamente un aliento imperceptible, como si la convivencia con los padecimientos que arremeten ferozmente su cuerpo le fueran desconocidos. Quizá, pienso precipitadamente, ha llegado su fin y ha elegido despedirse en un lugar sagrado. De improviso, el viejo tensa el cuerpo para dar impulso a su voz que pronuncia: !Jóse Antonio Barragán González! Aún vibra la última silaba en mi cabeza que el cuerpo se me estremece y mis pelos se erizan en una sensación francamente indescriptible. Ya no queda ni un alito de vida en el hombre residente en el banco, toda  la que le restaba se fue con ese gríto que, se expandió por todos lados llenándolo de vida.
Intuyo, que ése viejo deformado por la decadencia del tiempo, no se condució hacia el banco de la Iglesia para lograrse una muerte idílica, muy lejos de esto, quería subministrar vida a su amigo Jóse hasta agotar la última posibilidad que le fuera concedida en vida.
Han pasado seis años desde ése suceso, en los cuales innumerables pensamientos y experiencias se han integrado en mi. Sin embargo, aún ahora, me recorre por el cuerpo la vibración de esa última sílaba en forma de estremecimiento. Con la misma intensidad, con la misma pureza.

Dialéctica hegeliana

[...]Esboza Hegel una parábola en la Fenomenología, la " del amo y el esclavo". El esclavo no trabaja para sí, sino para su dueño, luego no se pertenece, está enajenado o alienado. Sin embargo, su trabajo lo pone en relación abierta con la naturaleza, la cual trnasforma y a su vez le transforma a él, pues gradualmente va aumentando sus conocimientos acerca de ella y de sus leyes, por el mero hecho de trabajarla. Mientras tanto, el amo ignora los secretos de la naturaleza y, lo que es peor, no puede conseguir reconocimiento como ser humano por parte de su esclavo. Aunque el esclavo quisiera reconocerle como tal no lo conseguiría, porque es inferior a él. Si lo hiciera, dejaría de estar subyugado y el amo cesaría en su calidad de señor. Por otra parte, el amo quiere mantener al siervo porque ello le da sensación de superioridad y dominio, además de necesitarlo para vivir de su esfuerzo. No así el esclavo, que continúa en su condición únicamente a causa del temor. Si el esclavo, o el hombre subyugado, alcanzan la libertad- como ocurre en uan revolución-, dice Hegel que la proclama para todos. El esclavo no desea mantener un régimen de señores y esclavos. La libertad surgirá- y surge, pues es un devenir- de este proceso dialèctico entre amos y esclavos, dominadores y dominados. En el centro de este proceso se halla, pues, el fenómeno de la alienación, que tiene en Hegel su primer teorizador. La alienación, para él, es una carencia de cumplir con la propia esencia, falta que sólo la libertad realizada puede subsanar. En un no ser lo que se puede y debe ser.
La consecución de la libertad no se hace a través de la mera oposición entre estos dos tipos de hombres, sino en virtud también de un estado peculiar de conciencia que Hegel llama " conciencia desdichada". El hombre con una conciencia desdichada reconoce que no es libre, porque su mundo no es dominado por él. La conciencia desdichada es la del espíritu enajenado y, cree Hegel, encuentra expresión en la religión. Mediante la adoración de Dios, el hombre se imagina libre, plenamente reconocido por Dio en un mundo por venir, y no en éste.[...]

Parábola de un idiota

Paseo errabundo por la Calle Tocqueville, pegado a los contínuos estantes que presentan las tiendas, con el fin de prevenirme del impulso de cualquier maníaco o  ventisca de proporción descomunal que se proponga lanzarme a la calzada con la calamidad de que, precisamente, transíte  un automóbil pilotado por un conductor ebrio, (que de seguro será de la dimensión de un camión o mayor) el cual me despedáce el cuerpo en su parachoques con tanto escrúpulo y rigor que me deje tetraplégico o, siendo optimista, idiotia. Me he convencido que no habrá síntoma más aterrador en la perspectiva de un transeúnte que el desampararse del contacto de la mano con el cristal de los estantes, ya que con ello se sentirá desprotegido de las maquinaciones de maníacos ociosos y ventiscas caprichosas . Prosigo mi andar  deslizándo la llema de mis dedos por el vidrio de las estanterias con  una seguridad penosa mientras procuro  que mi rostro adopte los rasgos propios del hombre preocupado por  los problemas complejos y arduos que han acechado al hombre desde sus comienzos. De un bar salen deprendidos unos hombres enfundados en elegantes gabardinas y sombreros de fieltro, los cuales seran objeto de mi primera representación de   hombre-pensador. Se acercan con amplios pasos, los del hombre que  no teme a nada y está seguro de sí mismo gracias al concocimiento total de un destino que depara a todos y solo conoe él. Unos segundos separan mi apariencia de su ficción, segundos que empleo para afinar mi puesta en escena sosteniendo la barbilla con la llema del dedo gordo al mismo tiempo que, con en un audaz gesto, introduzco media mano  derecha dentro del bolsillo de mi gabardina. Con esto, solo requiero de apretar un poquitín los ojos para que se tornen penetrantes e intimidadores y pueda dar incio a mi actuación. Los señores están apunto de avalanzarse sobre mi cuando, de pronto, analizo mis sensaciones percatándome de la ausencia de mi llema resiguiendo los cristales de las estanterias. Una angustia voraz me devora formulándome con los aires de un tosco taberno, ¿idiotez o  tetrapléjia? Absorto en el combate con mi propia perdición atisbo la aparición de un hombre que se me aparece como mi padre, el cual , ostentando un sombrero de fieltro se saca una cajetilla roja del bolsillo de su gabardina, echa unas cuantas  pastillas en la palma y me invita a tomarme las señaladas por su imperioso dedo índice, con la finalidad, según arguye con aire majestuoso, me sane mi alteración cardíaca. No vacilo ni un instante y las injiero afanosamente, una detrás de otra. De repente, mi cuerpo se cae hacia atrás  hasta que mi trasero choca contra la pared grisácea y deslizándome lentamente  me hago cada vez más bajitohasta que el suelo me indica que me he sentado ya. Me aquejo de unas molestias en la cabeza, ¿jaqueca? En efecto, la jaqueca que precede a la idiotez que ahora padece irremisiblemente, me respondió implacable el médico regalándome a cada sílaba tónica un poco de su cremosa saliva.
Sin excusas, ¿aquellos hombres con gabardina actuaban? Primero transeúnte, para luego padre, sin antes, claro, haber sido un bromista con malícia. A pesar de esto, me reduzco a la idiotez sin ser triturado antes por un automóbil; es más, el presentimiento de ser embestido por un automóbil cómplice de un maníaco ocioso o una ventísca caprichosa me ha conducido a sentirme inseguro por no andar palpando contínuamente la pared y, de ahí, mi desesperación y la conseguente necedad de aceptar ingénuamente esos fármacos. En mis inusuales destellos de lucidez me inquiero¿hubiera restado parapléjico o idiota? Tal vez sería un tráiler y no un automóbil ordinario- me susurro regocijándome. No obstante, qué heróico supondría narrarlo a los nietos y periodístas que me solicitasen con impaciencia: " !Miraculoso! K. sobrevive a un fatal accidente. Y no ahora, que camuflo cobardemente mi idiotez para que nadie me solicite con questiones molestas: -¿Y cómo sucedió? -Pensé que si nadaba al filo de la acera  sucumbiría a la muerte por la actuación, supersticiosa, de una ventísca caprichosa o un maníaco ocioso. -¿Qué le motivo a aceptar los fármacos? -Mi estado de desesperación derivado de no palpar la pared, la cual  me requería del ala protectora ante la amenaza del maníaco y la ventísca. -¿Y por qué no palpaba la pared? Si aparentemente no conlleva complicación alguna. - El hecho, es que estaba ensayando una pose fictícia de hombre-pensador. -¿A raíz de qué? -Pues supongo que lo desconozco en virtud de la idiotez que me ampara.

La situación que me atormenta la mente es si yo era idiota antes o después de tomar los fármacos. Pardiez, o otra  suposición más funesta aún,  yo era idiota de siempre y las pastillas tenían el cometido de tornarme  un completo idiota, pero su efecto fue ineficaz, ya que me encontraba en la cima de la idiotez. Son hipótesis de un idiota que aspira a resolver el objeto de la idiotez en la que está inmerso. -¿Círculo vicioso?- me sugirió con aires de nobleza mi psiquiátra. Hoy, yo le propongo que paseemos temerarios  por el filo de la acera, con las manos enlazadas y concediendo al maníaco ocioso y a la ventisca caprichosa sus respectivas oportunidades para acabar con éste sermón que me me consume, como las termitas insaciables que mastican madera, sus explicaciones inteligentes que molestan la tranquila morada de mi idiotez.

Marcianos contemplando a siniestras cobayas

Vago por las calles contiguas a otras calles generalmente más contiguas y así sucesivamente hasta que, el gentío, me alerta que proseguir mi paseo puede causarme daños irreversibles en mi concepto del hombre y lo afín a éste. Multiplicidad de existencias que anhelan ser interpretadas por los hombres que posan sus rastreadores ojos encima de ellos, sin embargo, anehaln ser interpretados de una determinada que no es la que son sino la que aparentado ser pretenden que entiendan los observadores. Para ello, se sirven de sofisticadas armas: gestos entrenados frente al espejo, miradas fingidas que recobran su naturalidad cuando sin nadie que las sostenga, gesticulaciónes faciales de una preocupación estudiada, incluso, aires de arrogancia que pretenden representar que han superado toda la hipocresía anterior elevándose a una independencia que se sustrae del interés por lo que puedan pensar los demás. Comoquiera que sea, éste último nos proporciona la idea de un hombre penosamente seguro de sí mismo que, una vez más, aparenta aquello que no es: haber evolucionado a un hombre superior cuando aún se muestra incómodo por pulir su imagen de independencia frente a los demás. El verdadero hombre independiente, es aquél que no se pregunta por si lso demás lo verán como independiente, ya que eso de por sí denota que no lo es. Regresando al hilo del discurso, decía que, tras éstas máscaras, fenómenos de la mísera existencia humana, subyace una sensación de hastió profundo generada por una realidad que les es desconcida y es que, su vida, carece de sentido alguno. Diantres, ése motivo y no otro es el que los impele a figurarse con formas artificiales ante los ojos de sus conciudadanos, ése y no cualquiera es el motivo por el que piensan sobre sí mismos. Expresémoslo así: pensar en-sí implica pensar sobre otros extraños, donde representarse con determinado significado de lo que no son en-sí pero querrían ser en-sí. Consiste, pues, en engañar al observador sobre lo que uno es en realidad. Este paradigma dl pensamiento tan impregnado en el hombre se deduce un facotr muy liviano: la esperanza de vida se prolonga obstinadamente y el hombre se mira a sí mismo sin ninguna naturaleza predeterminada que lo guíe, puesto que su naturaleza es ser libre y como tal, el guía reside en el capricho de uno mismo. Brutalmente absurdo se presenta el panorama, ¿cómo mostrarlo si no? Ah, ya  esto dirán los eternamente indecisos a postularse en algún banco: "no es prudente sacar conclusiones precipitadas sin antes dhaber sopesado otras posibilidades"; los del bando pertenicnete al patético optimista apelaran acompañados de la más tonta de sus sonrisas que:  lo maravilloso de la existencia del hombre, se haya precisamente en dotarla de sentido y esencia, libremente. Mi reacción a estas consideraciones es, respetuosamente: !un sonoro pedo y, a poder ser, la integración de este en sus pulmones de hombres sanos, que se visten de corto para ir a correr por el paseo mientras dedican sonrisas de complicidad a ancianas ociosas, !malditos cínicos! ¿Acaso no es su dogmático amor al HOMBRE lo que les imposibilita comprenderlo? Han entendido al hombre como un concepto abstracto revestido de ostentosos valores culturales de progreso y libertad, sin atender a la realidad inmamente del otro hombre, el real: aquél que condenado a contemplar angustioso como le acecha un vacío voraz huye parapetándose en una mísera apariencia que  penosamente  intenta decir a todo el que la mira: "mi vida tiene sentido, mis pasos son firmes y largos".  Eso mengua el dolor de la porfía, como la morfina enganya el dolor y la sonrisa camufla  al hipócrita. Entonces, en los intervalos en que, fatigado de mantener la apariencia, te despojas del disfraz para mirarte a ti mismo,  percatas lastimosamente que no tu cometido no es más valioso que el que se podría dar un puerco espín; que ni siquiera  los acontecimientos se suceden con un cierto sentido que te incite o, al menos, permita entender la realidad que te ha sido dada para decidir adecuadamente. No obstante, esta es la definición real de que es  la libertad: un no comprender nada y, aún así, simular que todo lo que admities como las razones más aptas están, a su vez, fundamentadas en condiciones indispensables de la naturaleza humana, la cual te susurra gustosamente:  has hecho lo correcto. !Diablos! podrían ser distintas las condiciones a iventarse como propias de la naturaleza humana, sin embargo, reconocerás para tuadentros que es  molesto sentir como no hay sujeción alguna en el devenir de la existencia y, sin sincerarte en voz perceptible, me negarás mi discurso. ¿Te has convencido de que la razón es una manual de instrucciones que lleva implícito  la vida que les es propia al hombre? Pardiez, al fin y al cabo, no desistes de tu ilusión de rescatar al hombre de su posición original, situándolo en una barca de madera de higuera en medio de un océano que no permite divisar tierra alguna, otras veces en un transanlántico navegante de las constelaciones; o en tierras desérticas con una cantimplora de humildad. Sin descuidarme de los que ven al hombre proyectándose en una decadéncia invencible. Asumamos, sensatamente, pues, que el mundo es la cárcel de miliones de cobayas que sirven de mascotas a  marcianos que, nos observan de 15:00 a 14:00, mientras andan atareados preparando la comida..

Una disputa entre oradores

Una mañana en el foro de Roma..

Orador: Me dirijo a aquellos hombres que, nobles de ánimo, no actua en vistas a su propio interés y, aún  sin notar la mirada de un observador vigilante a tus movimientos, deciden actuar rectamente disponiendo cada acción como si de ello dependiera toda su reputación. Aquellos que se reconozcan en éstas palabras sean, pues, alejados de la otra categoría de hombres perniciosos, los cuales poseidos por un egoísmo astuto y ruin más propio del zorro que del hombre, fingen ser como ellos profiriendo interminables discursos envueltos de la persuasión alabanzas y méritos infundados. Que vuestra cordura sea firme y impida que os seduzcan sus vocables, ya que con ello os arrastrarán a su capricho como un medio más a su interés. Permaneced impasibles como la estrella polar que mira indiferente como van y vienen otras de fugaces, no os deis por satisfechos  con una dulce canción que os ensalze al título de dios, antes bien, fijaos en la clase de hombre que os dedica tales palabras y, con ello, vislumbrad  la mezquina intención que lleva disfrazada.

Vulgo: A ello la muchedumbre reaccionó encolerizada a cada silaba un ápice más, conmovidos por las palabras se invitaban unos a otros, mediante gravosas voces de ánimo, a seguir los consejos vertidos por el orador. Con el corazón sinuflado de pasión clamaban: !no permitiremos que nos contagien hombres de baja estofa! Ya se presenten con la máscara que más deseen, utilitzen la argucia que más les sirva, estaremos vigilantes a conocer con quien tratamos! Otros más elocuentes, declaraban: !nos guardaremos de dejar que esta enfermedad se apoedere de nuestras almas masacrando a cuantos se atrevan a seducirnos! Aplaudían, se jacataban de su unidad frente a tan noble reivindicación, y,enfurecidos, se comprometían al unísono para combatir a aquelloq ue representaba un género de personas tan deplorable. Algunos, llevados por los carriles de la cólera, llegaban, incluso, a jurar a los dioses el desterramiento a la muerte para tan indgnos huéspedes.

A ello, un hombre se colocó encima de una tribuna situada al polo opuesto del foro y pronunció el siguiente discurso...

Segundo Orador: Necios son aquellos que se apostillan como hombres nobles sin antes deliberar si lo son en realidad o, por el contrario, se hayan mancillados por una alma corrupta que no los deja verse. Amigos, he permanecido atento y con creciente asombro, y con todo, he podido constatar que tras un breve discurso os habéis avalanzado impertinentemente a alojaros en la confortable morada descrita en el hombre noble de espíritu, sin plantearos aún si más bien os corresponde la bajeza moral propia del mezquino. Esto que digo, lejos asemejarse a la ofensa, pretende dilucidar lo que quizá vuestro amor propio, vencido por un atractivo discurso, os impide ver, !que sois aquello que odiais! A esto,  os traicionáis a vosotros mismos convenciendos el no al otro que más vale acogerse a la ignorancia  refugio y desisitir a emprender un forcejeo con uno mismo. Ah, es plausible que no haya ni tan sólo una lama mediocre en todo el foro, si como apuntabais, abundan tanto? No será que ser vil es una derrota que no apetece aceptar y, en virtud de ello nos retiramos en la fortaleza del engaño?

Vulgo: Una burla dedicada al segundo orador fluyó de boca en boca con la discreción del que confabula contra un temible tirano, a lo que le siguieron  portentosas risas más propias de hienas que de hombres. A esto, se le aliaban increpaciones que lo postergaban a la figura de loco . Además, dichas burlas y increpaciones fueron alimentando lo que iba confeccionándose como un pensamiento común en todos: " el discurso de éste hombre es un producto refinado de la amenaza que nos había ilustrado el primer orador".  Los más avispados tradujeron este pensamiento en frases como: este orador pretende emplearnos como medios para complacer su interés! Perverso! - exclamban desbocados. En unos pocos minutos la multitud ya se había afianzado de las palabras del hombre avispado como si de una verdad inobjectable se tratara.

A esto añadió el segundo orador...

Segundo Orador: No permitáis que lo que os conveniene escuchar desplaze de vuestra alma el significado de la verdadera grandeza de ánimo, la cual que no se haya solamente en los que ya la han alcanzado, sino también y en una mayor expresión y mérito, en aquellos que carentes de ella se emplazan perseverantes a hacerla suya. Desechad, pues, el cómodo enganyo consistente en creeros en propiedad de aquello que careceis, ya que, ello será la peor de las perdiciones..

Acto seguido, un silencio en forma de incertidumbre dominó el foro hasta que el primer Orador lo rompió con la siguiente protesta...

Primer Orador: Salvaos de sucumbir a esos parajes que esconden en su último paso el más aterrador de los acantalidos, ya que ¿acaso no percibís tan nítidamente como yo su particular género? Se trata de la raíz que enfermiza nuestras almas. ¿No notáis sus recursos y argucias? Oponerse a lo que mi sabiduría proclama para, con ello, sobreponerse a mi y así poder guiaros a su merced- el vulgo enardecía a medida que sus discurso avanzaba creándose murmullos cada vez más sonoros. Hombres y mujeres, niños y niñas, ancianos y ancianas- dijo saborenado cada palabra-, humildemente he procurado señalaros lo que los dioses me han mostrado tant insistentemente: que no hay hombres más nobles que aquellos que combaten a los míseros. A este mandamiento, sería propio del más eminente de los imprudentes desampararlo a que sea objeto de los mancillamientos y burlas más grotescos: !y esa y no otra ha sido la grosería del seguno orador!. Éste, recurriendo a todo tipo de  habilidades persuasivas,  os ha intentado introducir delicadamente la duda  sobre si debeis combatir a los míseros o, por el contrario, ser combatidos por los nobles. Salvaos de atenderlo y dejad que vuetro propio juicio discierna sobre aquello que os ha correspondido ser. Luego, preguntáos si sois míseros o nobles y entenderéis que debéis hacer, puesto que ni a mi orden ni a la de ningún otro debeis dar audiencia más que a al vuestra. Cuando conozcáis la respuesta haced lo que es respectivo a ella..Hablad hombres de bien!

Segundo orador: !Guardáos de seguir banyandoos en sus seductores cánticos, a los que admito que es arduo oponer resistencia, sin embargo mirad...-  entonces fue interrumpido por una alud de hombres que se negaron a seguir escuchándole.

Final:
El segundo orador fue clavado en una cruz que tuvo que transportar envuelto en agravios, lanzamientos de piedras y miradas inquisitorias, hasta su llegada al Capitolio, donde, una vez allí, fue embadurnado por viscosas mieles. En las semanas que siguieron a este hecho, los cálidos rayos del Sol se encargaron de atraer a su cuerpo tanto a clases de insectos como a  pájaros  siniestros, cuyo propósito era nutrirse de él mediante  ferozes picotazos que le hacían retorcerse de dolor desangrándose, hasta el punto que, sus gritos se reducieron a un silencio que se fundió en el eterno nada..

Una metáfora de la soledad



24 de febrero de 1935
El Sol se ha elevado imperiosamente sobre la ciudad destilando sus cálidos rayos por doquier, de modo que hasta el edificio más sombrío e inerte no podía eludir participar en un brío que lo recubría todo con su manto dorado. Contagiado por el paisaje, me he concedido una sonrisa  y acto seguido me he dirigido a la Universidad. Aparte de esto, el único suceso extraordinario ha consistido en una revisión al neurólogo en la que él se ha limitado a proferirme cuestiones acompañadas ora de una leve sonrisa cordial, ora de un estudiado suspiro; mientras yo le contestaba procurando ser lo más conciso y preciso. A esto quizá no se le deba la menor relevancia, sin embargo, el hecho de haber finalizado la cita compartiendo con el neurólogo un intercambio de breves chistes me ha resultado curioso, ¡qué digo curioso, increíble! Notar como la conversación se iba mutando subrepticiamente de unos discursos formales envueltos de un tono seco y severo, a otros constituidos por unos chistes propios del más vulgar de los taberneros era inesperado y, por ello, aún más placentero. Con todo, creo que lo que lo hace esto aún más memorable es el modo imperceptible en que la conversación fue gestando esa informalidad, puesto que sin darnos cuenta el uno ya posaba la mano en la espalda del otro mientras deformábamos unos rostros poseídos por la risa. Los asuntos que antes se vestían de un rigor incómodo ahora se aparecían con la forma más liviana.
Posiblemente la conjetura que encaja mejor para comprender esta brotación de jovialidad en medio de ese ambiente es este paralelismo: como la discreción que adopta el confabulador respecto el despiadado tirano, al que no se revela como adversario hasta que no lo tiene todo dispuesto; igualmente, hasta que no logré desvanecer en el neurólogo la figura de una autoridad implacable en sus imperativos no me atreví a desvelármele como su amigo instantáneo.
Si algo puedo constatar, es, pues, que las situaciones de este carácter tan original me son placenteras, ¿Qué por qué? Por el hecho de que se presenta ante mí una escena caracterizada por una hostilidad proveniente del habitual distanciamiento correspondiente a la relación neurólogo-paciente y, de ahí, sin percibirlo ni poder atender a  razones para predecirlo, se va deviniendo progresivamente hacia una banalidad que concibe su máxima expresión en la burla mutua.
Quien sabe si el brío del Sol se filtro en esa sala para liberar de cada uno de nosotros aquello superfluo que se interponía en la consecución de la auténtica voluntad, la cual precisamente anhelaba  ser cómplice de la otra en una misma felicidad improvisada que, contraviniendo el marco rígido de una consulta médica, se fundiese en los disparates de la conversación más deliciosa posible. Me complace inclinarme a insistir en esta creencia, la que declara que, ese día, los rayos del Sol contribuyeron con su  irrupción en la consulta a ahuyentar cualquier factor que pudiera causar un impedimento en tales voluntades  y, por ello, pudo determinar el sonsacamiento de cada una de las intenciones que allí permanecían  a su realidad  más sincera con la que, una vez ya desnuda la una enfrente de la otra, sólo quedaba empezar a colaborar en la transformación de ese ambiente insulso e incómodo en otro de rico y placentero.
¡Me conformo con que mañana el Sol aprovisione a la realidad la mitad de sinceridad que ha demostrado hoy! ¡Qué el brío nutra de ímpetu  las intenciones del hombre, en la medida suficiente como para realizarse tal y como desean, es decir, tal y como deben ser!
Cuento 78 años, ya en un estado senil, decrépito y lastimoso, aún no ha transcurrido ni un solo día a lo largo de estos últimos 43 años en que no me haya sobrevenido la irrefrenable necesidad de recurrir a mi diario personal para consumirlo en cada una de sus páginas, líneas y palabras, una a una, saboreando el particular significado impreso en cada  una de ellas.  Esa tinta impregnada sobre las hojas que ahora pasan mis arrugadas y torpes manos, fueron escritas por un joven prospero que, en su última página describió lo que supondría su implacable condena, ya que distraído por la distensión que dominó la cita con el neurólogo no se percató en reclamarle cual era el diagnóstico resultante de sus análisis mentales. Dicha condena, descansaba  en una progresiva  reducción de mi memoria a la nada, a efectos prácticos consistía en una especie de verdugos disfrazados de  termitas voraces encargadas de devorar sigilosamente cada uno de los recuerdos almacenados, cada una de las experiencias retenidas, todo ello hasta anular el sentido de mi vida relegándome a sentirme extraño en mi propio cuerpo.
Por el momento, el único destello de  felicidad que, postrado en mi sillón de terciopelo rojo, he logrado sentir como propio es aquel que reside bajo la tinta de un diario escrito durante mi juventud. Éste se ha convertido en un conjunto de relatos capaces de desvelarme aquello que me emocionaba en esos días: recibir un simple abrazo o sonreír al percibir una dulce voz. Sin embargo, cada vez quedan más lejanas de mi dichas sensaciones, y temo que, al disponerme a recrear el abrazo que me emocionaba o la voz que me alegraba  deba  sucumbir a la desolación de constatar que ya sólo puedo aspirar a la figura de un mero espectador el cual, contempla la escena en tercera persona a la par que goza limitadamente de las experiencias que en ella acontecen a los miembros de una novela, cuyo protagonista principal, curiosamente, lleva su mismo nombre. Alguna vez, sigo discurriendo por esta senda con la pretensión de vislumbrar en que caso extremo  la lectura de mi diario personal me podría perturbar aún más, entonces me acostumbra a acometer la representación del día en que ya sea por incomprensión insipidez o falta de sentido, reniegue de aceptar como valiosos los acontecimientos narrados en mi diario personal, levantándome indignado de mi sillón de tercio pelo rojo por la mediocridad de unos acontecimientos que, curiosamente, siguen siendo protagonizados por un sujeto que coincide con mi nombre. Esto es, como el lector que al disponerse a leer su novela favorita, se queda asombrado al ya no descubrir en ella la esencia que a lo largo de tanto tiempo lo cautivo.
Mi diario personal, pues, es mi particular el hilo de Ariadna con el cual, salvando un escollo de 43 años vacíos,  me conduzco hasta un islote de experiencias reales. Aquellas gracias a la cuales,  mediante esfuerzos de paciencia y comprensión, me permiten remitirme a cerciorarme unos años de mi vida en que tuve una vida plena, confeccionada por acontecimientos extraordinarios a cada cual más bellos y sublimes, los cuales, en definitiva, me sirven la invitación de reconocerme, a mi capricho, de aquellos días en que fui  auténticamente feliz. Otra virtud de esto, es cerciorarme de  la existencia física del diario personal en su función de consuelo, puesto que es un rastro imperecedero de lo que fui y, por ende, de lo que se integro como de mi ser aunque no lo pueda atisbar en él en mis reiterados intentos introspectivos. Será, o, al menos prefiero entender que en potencia pueda ser, que hasta mi último aliento conserve entre mis manos dicho diario  e, que incluso, por su carácter material sea objeto de posteriores lecturas las cuales insuflen un hálito de vida a esa parte tan preciada de mi ser que yo no pude honrar con una merecida nostalgia. Cierto día, me imaginé desamparado de mi diario, de mi ser; me acecho la imagen de un navío que naufraga en su propia existencia, la cual se pregunta a sí misma con la misma astucia con la que se desconcierta al  darse responderse, viéndose inevitablemente arrastrada por las mareas de una incomprensión hacia sí misma tal que no ya no percibe ningún puerto de la realidad como adecuado para atracar, en tanto que ninguno conoce; y así, se abandona a la deriva de una vida que carente de sentido.
Si a esto los lectores de este testamento existencial inquieren agudamente qué ha sido de mi ser excluyendo el citado diario personal, les replicaré medio apenado, medio angustiado, que nada ha sido es de él, en tanto en cuanto no hay nada yo pueda leer sobre el mismo. Pues, añadiré a mi discurso, mi condena más atroz no se haya en haber desistido en la recolección y consecuente almacenamiento  en mi diario de las experiencias vividas a partir de ese 25 de febrero de 1935; así como tampoco se circunscribe en una falta de atención por no haberle insinuado al  neurólogo acerca de los resultados; lejos de todo esto, el error que generó el declive de mi vida fue ser objeto del Alzheimer, ya que sea con un libro de 600 páginas que señale hasta el suceso más ínfimo de mi vida, o bien uno de 20 que sólo profiera mis datos más generales o, sea con el conocimiento de los resultados neurológicos o sin ellos el fin es igualmente desgarrador, ya que sea como fuere me pareció llegar a viejo sin aún haber nacido, como un niño inexperto que habita envuelto en un cuerpo tan deteriorado como desconocido. No obstante esto, por el momento, aún me conmueve leer, sentado en mi sillón de terciopelo rojo, las descripciones de cómo salía el Sol, de cómo un manto dorado lo cubría todo, de cómo me concedía una sonrisa a mí mismo…