Parábola de un idiota

Paseo errabundo por la Calle Tocqueville, pegado a los contínuos estantes que presentan las tiendas, con el fin de prevenirme del impulso de cualquier maníaco o  ventisca de proporción descomunal que se proponga lanzarme a la calzada con la calamidad de que, precisamente, transíte  un automóbil pilotado por un conductor ebrio, (que de seguro será de la dimensión de un camión o mayor) el cual me despedáce el cuerpo en su parachoques con tanto escrúpulo y rigor que me deje tetraplégico o, siendo optimista, idiotia. Me he convencido que no habrá síntoma más aterrador en la perspectiva de un transeúnte que el desampararse del contacto de la mano con el cristal de los estantes, ya que con ello se sentirá desprotegido de las maquinaciones de maníacos ociosos y ventiscas caprichosas . Prosigo mi andar  deslizándo la llema de mis dedos por el vidrio de las estanterias con  una seguridad penosa mientras procuro  que mi rostro adopte los rasgos propios del hombre preocupado por  los problemas complejos y arduos que han acechado al hombre desde sus comienzos. De un bar salen deprendidos unos hombres enfundados en elegantes gabardinas y sombreros de fieltro, los cuales seran objeto de mi primera representación de   hombre-pensador. Se acercan con amplios pasos, los del hombre que  no teme a nada y está seguro de sí mismo gracias al concocimiento total de un destino que depara a todos y solo conoe él. Unos segundos separan mi apariencia de su ficción, segundos que empleo para afinar mi puesta en escena sosteniendo la barbilla con la llema del dedo gordo al mismo tiempo que, con en un audaz gesto, introduzco media mano  derecha dentro del bolsillo de mi gabardina. Con esto, solo requiero de apretar un poquitín los ojos para que se tornen penetrantes e intimidadores y pueda dar incio a mi actuación. Los señores están apunto de avalanzarse sobre mi cuando, de pronto, analizo mis sensaciones percatándome de la ausencia de mi llema resiguiendo los cristales de las estanterias. Una angustia voraz me devora formulándome con los aires de un tosco taberno, ¿idiotez o  tetrapléjia? Absorto en el combate con mi propia perdición atisbo la aparición de un hombre que se me aparece como mi padre, el cual , ostentando un sombrero de fieltro se saca una cajetilla roja del bolsillo de su gabardina, echa unas cuantas  pastillas en la palma y me invita a tomarme las señaladas por su imperioso dedo índice, con la finalidad, según arguye con aire majestuoso, me sane mi alteración cardíaca. No vacilo ni un instante y las injiero afanosamente, una detrás de otra. De repente, mi cuerpo se cae hacia atrás  hasta que mi trasero choca contra la pared grisácea y deslizándome lentamente  me hago cada vez más bajitohasta que el suelo me indica que me he sentado ya. Me aquejo de unas molestias en la cabeza, ¿jaqueca? En efecto, la jaqueca que precede a la idiotez que ahora padece irremisiblemente, me respondió implacable el médico regalándome a cada sílaba tónica un poco de su cremosa saliva.
Sin excusas, ¿aquellos hombres con gabardina actuaban? Primero transeúnte, para luego padre, sin antes, claro, haber sido un bromista con malícia. A pesar de esto, me reduzco a la idiotez sin ser triturado antes por un automóbil; es más, el presentimiento de ser embestido por un automóbil cómplice de un maníaco ocioso o una ventísca caprichosa me ha conducido a sentirme inseguro por no andar palpando contínuamente la pared y, de ahí, mi desesperación y la conseguente necedad de aceptar ingénuamente esos fármacos. En mis inusuales destellos de lucidez me inquiero¿hubiera restado parapléjico o idiota? Tal vez sería un tráiler y no un automóbil ordinario- me susurro regocijándome. No obstante, qué heróico supondría narrarlo a los nietos y periodístas que me solicitasen con impaciencia: " !Miraculoso! K. sobrevive a un fatal accidente. Y no ahora, que camuflo cobardemente mi idiotez para que nadie me solicite con questiones molestas: -¿Y cómo sucedió? -Pensé que si nadaba al filo de la acera  sucumbiría a la muerte por la actuación, supersticiosa, de una ventísca caprichosa o un maníaco ocioso. -¿Qué le motivo a aceptar los fármacos? -Mi estado de desesperación derivado de no palpar la pared, la cual  me requería del ala protectora ante la amenaza del maníaco y la ventísca. -¿Y por qué no palpaba la pared? Si aparentemente no conlleva complicación alguna. - El hecho, es que estaba ensayando una pose fictícia de hombre-pensador. -¿A raíz de qué? -Pues supongo que lo desconozco en virtud de la idiotez que me ampara.

La situación que me atormenta la mente es si yo era idiota antes o después de tomar los fármacos. Pardiez, o otra  suposición más funesta aún,  yo era idiota de siempre y las pastillas tenían el cometido de tornarme  un completo idiota, pero su efecto fue ineficaz, ya que me encontraba en la cima de la idiotez. Son hipótesis de un idiota que aspira a resolver el objeto de la idiotez en la que está inmerso. -¿Círculo vicioso?- me sugirió con aires de nobleza mi psiquiátra. Hoy, yo le propongo que paseemos temerarios  por el filo de la acera, con las manos enlazadas y concediendo al maníaco ocioso y a la ventisca caprichosa sus respectivas oportunidades para acabar con éste sermón que me me consume, como las termitas insaciables que mastican madera, sus explicaciones inteligentes que molestan la tranquila morada de mi idiotez.

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