Una metáfora de la soledad



24 de febrero de 1935
El Sol se ha elevado imperiosamente sobre la ciudad destilando sus cálidos rayos por doquier, de modo que hasta el edificio más sombrío e inerte no podía eludir participar en un brío que lo recubría todo con su manto dorado. Contagiado por el paisaje, me he concedido una sonrisa  y acto seguido me he dirigido a la Universidad. Aparte de esto, el único suceso extraordinario ha consistido en una revisión al neurólogo en la que él se ha limitado a proferirme cuestiones acompañadas ora de una leve sonrisa cordial, ora de un estudiado suspiro; mientras yo le contestaba procurando ser lo más conciso y preciso. A esto quizá no se le deba la menor relevancia, sin embargo, el hecho de haber finalizado la cita compartiendo con el neurólogo un intercambio de breves chistes me ha resultado curioso, ¡qué digo curioso, increíble! Notar como la conversación se iba mutando subrepticiamente de unos discursos formales envueltos de un tono seco y severo, a otros constituidos por unos chistes propios del más vulgar de los taberneros era inesperado y, por ello, aún más placentero. Con todo, creo que lo que lo hace esto aún más memorable es el modo imperceptible en que la conversación fue gestando esa informalidad, puesto que sin darnos cuenta el uno ya posaba la mano en la espalda del otro mientras deformábamos unos rostros poseídos por la risa. Los asuntos que antes se vestían de un rigor incómodo ahora se aparecían con la forma más liviana.
Posiblemente la conjetura que encaja mejor para comprender esta brotación de jovialidad en medio de ese ambiente es este paralelismo: como la discreción que adopta el confabulador respecto el despiadado tirano, al que no se revela como adversario hasta que no lo tiene todo dispuesto; igualmente, hasta que no logré desvanecer en el neurólogo la figura de una autoridad implacable en sus imperativos no me atreví a desvelármele como su amigo instantáneo.
Si algo puedo constatar, es, pues, que las situaciones de este carácter tan original me son placenteras, ¿Qué por qué? Por el hecho de que se presenta ante mí una escena caracterizada por una hostilidad proveniente del habitual distanciamiento correspondiente a la relación neurólogo-paciente y, de ahí, sin percibirlo ni poder atender a  razones para predecirlo, se va deviniendo progresivamente hacia una banalidad que concibe su máxima expresión en la burla mutua.
Quien sabe si el brío del Sol se filtro en esa sala para liberar de cada uno de nosotros aquello superfluo que se interponía en la consecución de la auténtica voluntad, la cual precisamente anhelaba  ser cómplice de la otra en una misma felicidad improvisada que, contraviniendo el marco rígido de una consulta médica, se fundiese en los disparates de la conversación más deliciosa posible. Me complace inclinarme a insistir en esta creencia, la que declara que, ese día, los rayos del Sol contribuyeron con su  irrupción en la consulta a ahuyentar cualquier factor que pudiera causar un impedimento en tales voluntades  y, por ello, pudo determinar el sonsacamiento de cada una de las intenciones que allí permanecían  a su realidad  más sincera con la que, una vez ya desnuda la una enfrente de la otra, sólo quedaba empezar a colaborar en la transformación de ese ambiente insulso e incómodo en otro de rico y placentero.
¡Me conformo con que mañana el Sol aprovisione a la realidad la mitad de sinceridad que ha demostrado hoy! ¡Qué el brío nutra de ímpetu  las intenciones del hombre, en la medida suficiente como para realizarse tal y como desean, es decir, tal y como deben ser!
Cuento 78 años, ya en un estado senil, decrépito y lastimoso, aún no ha transcurrido ni un solo día a lo largo de estos últimos 43 años en que no me haya sobrevenido la irrefrenable necesidad de recurrir a mi diario personal para consumirlo en cada una de sus páginas, líneas y palabras, una a una, saboreando el particular significado impreso en cada  una de ellas.  Esa tinta impregnada sobre las hojas que ahora pasan mis arrugadas y torpes manos, fueron escritas por un joven prospero que, en su última página describió lo que supondría su implacable condena, ya que distraído por la distensión que dominó la cita con el neurólogo no se percató en reclamarle cual era el diagnóstico resultante de sus análisis mentales. Dicha condena, descansaba  en una progresiva  reducción de mi memoria a la nada, a efectos prácticos consistía en una especie de verdugos disfrazados de  termitas voraces encargadas de devorar sigilosamente cada uno de los recuerdos almacenados, cada una de las experiencias retenidas, todo ello hasta anular el sentido de mi vida relegándome a sentirme extraño en mi propio cuerpo.
Por el momento, el único destello de  felicidad que, postrado en mi sillón de terciopelo rojo, he logrado sentir como propio es aquel que reside bajo la tinta de un diario escrito durante mi juventud. Éste se ha convertido en un conjunto de relatos capaces de desvelarme aquello que me emocionaba en esos días: recibir un simple abrazo o sonreír al percibir una dulce voz. Sin embargo, cada vez quedan más lejanas de mi dichas sensaciones, y temo que, al disponerme a recrear el abrazo que me emocionaba o la voz que me alegraba  deba  sucumbir a la desolación de constatar que ya sólo puedo aspirar a la figura de un mero espectador el cual, contempla la escena en tercera persona a la par que goza limitadamente de las experiencias que en ella acontecen a los miembros de una novela, cuyo protagonista principal, curiosamente, lleva su mismo nombre. Alguna vez, sigo discurriendo por esta senda con la pretensión de vislumbrar en que caso extremo  la lectura de mi diario personal me podría perturbar aún más, entonces me acostumbra a acometer la representación del día en que ya sea por incomprensión insipidez o falta de sentido, reniegue de aceptar como valiosos los acontecimientos narrados en mi diario personal, levantándome indignado de mi sillón de tercio pelo rojo por la mediocridad de unos acontecimientos que, curiosamente, siguen siendo protagonizados por un sujeto que coincide con mi nombre. Esto es, como el lector que al disponerse a leer su novela favorita, se queda asombrado al ya no descubrir en ella la esencia que a lo largo de tanto tiempo lo cautivo.
Mi diario personal, pues, es mi particular el hilo de Ariadna con el cual, salvando un escollo de 43 años vacíos,  me conduzco hasta un islote de experiencias reales. Aquellas gracias a la cuales,  mediante esfuerzos de paciencia y comprensión, me permiten remitirme a cerciorarme unos años de mi vida en que tuve una vida plena, confeccionada por acontecimientos extraordinarios a cada cual más bellos y sublimes, los cuales, en definitiva, me sirven la invitación de reconocerme, a mi capricho, de aquellos días en que fui  auténticamente feliz. Otra virtud de esto, es cerciorarme de  la existencia física del diario personal en su función de consuelo, puesto que es un rastro imperecedero de lo que fui y, por ende, de lo que se integro como de mi ser aunque no lo pueda atisbar en él en mis reiterados intentos introspectivos. Será, o, al menos prefiero entender que en potencia pueda ser, que hasta mi último aliento conserve entre mis manos dicho diario  e, que incluso, por su carácter material sea objeto de posteriores lecturas las cuales insuflen un hálito de vida a esa parte tan preciada de mi ser que yo no pude honrar con una merecida nostalgia. Cierto día, me imaginé desamparado de mi diario, de mi ser; me acecho la imagen de un navío que naufraga en su propia existencia, la cual se pregunta a sí misma con la misma astucia con la que se desconcierta al  darse responderse, viéndose inevitablemente arrastrada por las mareas de una incomprensión hacia sí misma tal que no ya no percibe ningún puerto de la realidad como adecuado para atracar, en tanto que ninguno conoce; y así, se abandona a la deriva de una vida que carente de sentido.
Si a esto los lectores de este testamento existencial inquieren agudamente qué ha sido de mi ser excluyendo el citado diario personal, les replicaré medio apenado, medio angustiado, que nada ha sido es de él, en tanto en cuanto no hay nada yo pueda leer sobre el mismo. Pues, añadiré a mi discurso, mi condena más atroz no se haya en haber desistido en la recolección y consecuente almacenamiento  en mi diario de las experiencias vividas a partir de ese 25 de febrero de 1935; así como tampoco se circunscribe en una falta de atención por no haberle insinuado al  neurólogo acerca de los resultados; lejos de todo esto, el error que generó el declive de mi vida fue ser objeto del Alzheimer, ya que sea con un libro de 600 páginas que señale hasta el suceso más ínfimo de mi vida, o bien uno de 20 que sólo profiera mis datos más generales o, sea con el conocimiento de los resultados neurológicos o sin ellos el fin es igualmente desgarrador, ya que sea como fuere me pareció llegar a viejo sin aún haber nacido, como un niño inexperto que habita envuelto en un cuerpo tan deteriorado como desconocido. No obstante esto, por el momento, aún me conmueve leer, sentado en mi sillón de terciopelo rojo, las descripciones de cómo salía el Sol, de cómo un manto dorado lo cubría todo, de cómo me concedía una sonrisa a mí mismo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario