Cuatro palabras para un joven amigo que nunca pereció

La bruma se cierne sobre, por debajo y entre los transeúntes. Escurridiza se interpone entre los dientes de la boca y las falanges de los dedos, para abrazar a los hombres finitos y acongojados que doblan, bajan y remontan calles convencidos de quién son y adónde van. Frunciéndo las cejas, mis ojos se abren paso entre la cortina de niebla y atisban a un hombre decrépito de mirada errante que se incorpora de pie y empieza a andar ranqueante por la calle Mayor; como un náufrago acostumbrado a convivir en su soledad, no percibe las miradas injuriosas que le inciden los burgeses desde la palestra de su orgullo, desde su lejanía, lo observan como si no lo reconociesen como hombre. Otros ciudadanos menos adinerados, se cruzan ante él confiriéndole la mirada compasiva del hombre que se compadece de las desgracias que sabe acudirán un día a él. Sigue andando el vagabundo, ausente a lo que ocurre a su alrededor, prosigue su trayecto hacia la plaza Mayor. Intento realizar un breve esbozo acerca de su imagen: sus piernas temblequean síntoma de la contínua filtración de humedad a sus huesos en el transcurso de la noche; su rostro pálido con destellos amarillentos, quizá son las señales del asentamiento de alguna enfermedad; su barba rala; sus ojos azules proporcionan sensaciones ora de inocencia, ora de benevoléncia, ora de sosiego ante el advenimiento de una muerte que contempla con indiferencia. Mis ojos se concentran en determinar el motivo que permite a éste hombre dotarle de la fuerza suficiente para articular con sus pérfidas y frágiles piernas cada paso que da sin vacilar. De pronto, se queda parado unos momentos, el tiempo necesario para suspirar y poder recobraf el paseo. Ahora se propone subir las escaleras que conducen a la Iglesia. El reflejo de su esfuerzo se vislumbra en un rostro cada vez más invadido por un amarillo enfermizo. Sus pasos se tornan menos consistentes a medida que se aproxima al último escalón, pero su valor no vacila ni un momento en arrugar la piel, ordenar a los nervios una rigidez incondicional, substraer fuerza de su cuerpo inerte y con ello, levantar la pierna una y otra vez. Lo contemplo admirado por una proeza que no pertenece a aquellos que lo observaban anteriormente, ni tampoco al regocijo de un orgullo que pretende demostrarse su fortaleza, nada de eso; su forma de andar es tan pura que ni el dolor que acontece a todo su ser en cada paso le es excusa para retener su voluntad, así pues, impávido se dirige el viejo hacia el rellano de la Iglesia. Sólo responde a la lealtad de su propósito. No obstante, ¿ qué propósito es capaz de dotar a un hombre en tales condiciones corporales de un atrevimiento tal que, pueda levantarse exánime del suelo y empezar a andar renqueante hacia el rellano de la Iglesia? Lo desconozco. Avanzo con ligereza hasta situarme a unos pasos de él. Está tan absorto en sus pensamientos que no se ha percatado de mi presencia. Procuro no perturbar su diligencia y me desplazo a pies puntillas detrás de un árbol. El viejo harapiento se deja caer en el banco más cercano como si de una figura de plomo se tratara. Entonces empieza a exhalar aire interrumpidamnete con intervalos de tos y breves ahogamientos. Presiento un trágico final, el amarillo ya a conquistado por completo su tez y la asfixia domina su respiración. El vagabundo inclina dócilmente la testa hacia el cielo y exhala plácidamente un aliento imperceptible, como si la convivencia con los padecimientos que arremeten ferozmente su cuerpo le fueran desconocidos. Quizá, pienso precipitadamente, ha llegado su fin y ha elegido despedirse en un lugar sagrado. De improviso, el viejo tensa el cuerpo para dar impulso a su voz que pronuncia: !Jóse Antonio Barragán González! Aún vibra la última silaba en mi cabeza que el cuerpo se me estremece y mis pelos se erizan en una sensación francamente indescriptible. Ya no queda ni un alito de vida en el hombre residente en el banco, toda  la que le restaba se fue con ese gríto que, se expandió por todos lados llenándolo de vida.
Intuyo, que ése viejo deformado por la decadencia del tiempo, no se condució hacia el banco de la Iglesia para lograrse una muerte idílica, muy lejos de esto, quería subministrar vida a su amigo Jóse hasta agotar la última posibilidad que le fuera concedida en vida.
Han pasado seis años desde ése suceso, en los cuales innumerables pensamientos y experiencias se han integrado en mi. Sin embargo, aún ahora, me recorre por el cuerpo la vibración de esa última sílaba en forma de estremecimiento. Con la misma intensidad, con la misma pureza.

1 comentario:

  1. Nunca perecio. Su vida se congeló en la infancia mas inocente. Pero al mismo tiempo, su vida adulta pereció, y siempre nos quedará pensar qué pudo haber sido de él.

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