6.06

Ya no quedan demasiadas razones. Algunas se fueron, sobretodo decidieron marcharse cuando vieron el estado de la situación, caracterizado por el carácter  idéntico a sí mismo que ofrece cada mañana, repitiéndose religiosamente al salir el sol; esto sucede, pues, sin ningún pronóstico de que la naturaleza de las circunstancias varíen; y en silencio, rodeado de personas que aspirando vertiginosamente a la felicidad, y haciéndose de ellos mismos un derecho en sí mismos de seguir hacia adelante a la realización, plenitud, de sus egos; con elegancia y palabras amables, así se mueven todos con sus garras. Aunque, antes de tomar esta alternativa de la patética felicidad, comprendieron algo que los aterró hasta olvidar su nombre; descubrieron que, llegados a un punto, más allá de la subsistencia, es decir, cuando el hombre ya está satisfecho de comida. Y, aún más, más allá de toda la serie de placeres y experiencias que distraen, activan, y dan emociones a patadas al hombre. Llega el momento en que se detiene, y tumbado en el sofá, parado sin hacer nada en la cola de un supermercado, esperando la llegada del ascensor que baja,  volviendo a casa después de un gran día, o en los momentos previos a que el microondas finalice el último eterno minuto. Es en estos momentos de absoluto vacío sentimental, ideal y pensativo del hombre, lo que invita y asiste la recepción de la nada absoluta. La que embota al hombre encerrándole en sí mismo, y, insta, obliga al hombre a interrogarse sobre si es necesario que esté vivo y haga lo que hace o, por contra, da lo mismo que si estuviera muerto y no hiciera nada. Asi de crudamente habla nuestro tribunal más alto. Todavía el hombre se encuentra consigo mismo mismo, al punto, su interrogatorio atraviesa cada contenido relevante de su existencia: placeres comunes, enlazados con su original aspiración a la felicidad, en lo práctico: cargado de su lastimero código moral de hombre íntegro aunque con cláusulas, ciertas ideas sobre la prudencia, que a su vez participan en otras más avanzadas que le son de orientación en las decisiones habituales; juicioso al menos una vez al día, sometido a sus manías en el rincón de lo estético, y con la intacta mansión superpoblada de recuerdos inútiles y experiencias consumadas que pretenden justificar su salvaje existencia. Tal vez, al recordase, se esté dejando a sí mismo en evidencia, como un obstinado come mierda, rindiéndose honores a sus principios copiados y su conciencia de fingido noble, porque la mentira es el modo de sujetarse del hombre, como a una última ramita con tres hojas que sobresale inusitadamente de un peñasco y le evita provisionalmente la caída, y a la que se aferra aliviado, mas por poco tiempo.
 Ahí, dentro de la vida pasada, rellena y aprovehada, sea ruin o honesta, es de donde nace el reencuentro del hombre consigo mismo sólo cuando antes ha aparecido en escena a modo de requisito un momento de vacío abismal, al estar esperando por algo; entonces, vencido el hombre por el rastreo hecho sobre su vida pasada, sale a buscar, abatido, algún sentido auténtico a sus acontecimientos pasados, intentando, penosamente, salvar alguna experiencia en su último juicio, algun momento, que no deba ser puesto, como tantos otros,  en el montón de experiencias apilotonadas que representan una egípcia pila de mierda, cuyo hedor apesta, como no, a la banalidad de cada hombre en concreto. En efecto, el mismo que se tiraba orgulloso en parapente como si estuviera conquistando al tiempo el Olimpo y lográse un hito en la eternidad olvidadiza; ése, el que vive embollado en el ridículo mandato de pisar fuerte y vivir con intensidad, que si nos descuidamos, el Sol se pone.  Ellos, los devoradores de experiencias, engreídos en su afán de haber vivido más rápido de lo normal. Se permiten, con todo, fundamentarse en las ruinas de su experiencia, como si ellas viviesen para él, o, poco más o menos, las experiencias consumadas de ayer le engendrasen la felicidad de mañana; a todo esto, la experiencia ya está muerta, y revivirla agarrándose a su pierna, un juego siniestro
Cierto día, uno se aleja de su propio hedor, asqueado, fatigado y más que todo esto, asfixiado de mirar a todos lados y sorprenderse siempre de ver la monstruosa nada invadiéndolo todo, y decide lanzarse hacia delante en una carrera desesperada para salvar su ego ya exánime de sus cutrezes inolvidables y extraordinarias. Ahora, advierte que ha empezado a contemplar el mundo desde su perspectiva real, tal como es en si: idéntico a sí mismo cada mañana, repitiéndose religiosamente cada día, con las menudeces superfluas de las circunstancias que cambian ligeramente, golpeado por  las cuestiones relativas al quehacer doméstico, y, en definitiva, en un sentido estricto y a la vez amplio: contemplando un mundo que, tras haber intentado esquivarlo, engañarlo, y no haber flotado luego, y, a la postre, tras haber orquestado un engaño en  su propio pasado que le permitiera seguir viviendo e igualmente haber vuelto al pie de la muralla, se le presenta el mundo, digo, como una broma repugnante y asquerosa, en la que figura dentro de un teatro en calidad de invitado y por casualidad; a la sazón de la casualidad, y esta es su última razón, actúa indeciso, haciéndose proyectos, buscándose incentivos, bañándose en aguas preparadas de improvisaciones sofisticadas que nutran su famélico ego, que le insuflen más brillo a todo esto envuelto en penumbra. Estas son las pequeñas obras de teatro que acaba patrocinando el hombre, y fracasan irremediablemente, y es entonces  que el hombre se detiene poniéndose la palma plana en la mejilla, y se dice: ¿qué hago en el mundo? No parece haber sido hecho para mí. Y ante sí: la nada absoluta.
Quién halle la nada, atroz tendrá que hacer papiroflexia con sus torpes manos, a fin de eludir ser engullido por ella. Es ése  islote del entretenimiento el que, temporalmente, salva al hombre de su caída.



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