La mort de Schubert


Esta es la batalla de dos verdades que se niegan la una a la otra.
Viví en una contradicción y sólo disponía de dos alternativas: negar la contradicción buscando refugio en alguna creencia (la que fuera) o aceptarla sin más. Fui honesto conmigo mismo y la acepté, luego estuve dos semanas de mi vida apesumbrado, efecto que preví. Tuve que pasar un año turbio, cosa que no estaba prevista, al menos un día  a la semana, mayoritariamente los viernes por la tarde, acudían a mi los tormentos de la contradicción que había resuelto aceptar. Siguieron pasando los años frente a mí sin que la contradicción se disolviera por sí sola. Más tarde, después de revolver mucho la cabeza, entendí que la contradicción en sí era yo mismo, y que oponerme a ella  hubiera sido oponerme a mí mismo. Trabajé componiendo, alimentándome de las clases particulares de piano que ofrecía en la capital; con mayor o menor holganza me mantenía a mi, al tabaco y a alguna chica entusiasta que confundía el talento de mis manos con el atractivo mi rostro, de mi voz, ambos desmedidos y cargados de repugnancia para alguien que no le gustase las sonatas de Schubert.
Todo me era insuficiente, la distracción del trabajo no alcanzaba a distraer también a mi contradicción, que andaba pegada a mí, girando a cada esquina de cada recodo de cada calle de cada barrio, acostándose  por la noche a mi lado, abrazadándome cuando me detenía a no hacer nada sentado en mi butaca mirando al patio del conservatorio, sentada frente a mí con rostro amenazante los viernes por la tarde, acusándome de no se qué verdades que no había resuelto. Me hacía sentir inútil su presencia, arrogante e indispuesta a una tregua. No la veía. Pero nunca dejó de estar allí, como ocurre con el buen amor, no el de las chicas entusiastas del conservatorio, por supuesto. Estaba allí, les digo que una vez incluso se sentó en mi falda y se me retuvieron los músculos, se congelo la cabeza: el frenesí de la quietud lo llamo. Lo peor era sentir su señoríom aquél que te dice sin decirlo que estás atenazado irremediablemente, sin que la voluntad pueda ahcer más que hacer esfuerzos por tornar sus abrazos de butaca en meros paseos por la calle. Todo y más para mitigar su violencia sobre mí. Desconsolado pianista, le gusta llamarme a los que comparten su vida con la mía.
Cierto viernes me ahogué con la soga que la contradicción tuvo pendiendo del techo de mi casa durante 40  largos años.


Jamás imaginé que Schubert muriera de contradicción interna, dijeron sus amigos. Le faltó una tercera verdad que hiciera desvanecer la contradicción y le liberará a la vida, dicen los genios. Mentira, dicen los que escuchan sus sonatas, la contradicción misma fue la tercera verdad, su yo, aquella que nadie descubre sino en la creencia y que el vió inequívocamente cierto día que pareció ser siempre un viernes, que se repite al día siguiente, y así, siempre.

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